Crónicas de Golden Friars(Chronicles of Golden Friars, 1871) es un volumen que recoge tres relatos del escritor irlandés Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873) ambientados en este pueblo perdido en un valle escondido entre altas montañas y tupidos bosques. Completa el paradisíaco paisaje un bello y extenso lago que convierte el lugar en ese sitio soñado por los espíritus más románticos para retirarse del mundanal ruido. Pero claro, Le Fanu transforma lo edénico en lugar propicio para el horror, por lo que el lago estará habitado por el espectro vengativo de una madre muerta con su hijo cadáver en brazos, o hará vivir entre las elevadas rocas al mismo diablo con su cohorte de seguidores tomando formas humanas grotescas cuando no animales. O al menos así sucede en uno de los tres relatos aquí incluidos que he tenido la oportunidad de leer varias veces para compensar la falta de los otros. The Haunted Baronet (El baronet embrujado sería el título en traducción literal), A Strange Adventure in the Life of Miss Laura Mildmay y The Bird of Passage son los tres cuentos a los que me refiero. Y el primero, el que he leído. Eso sí, bajo el título La profecía de Cloostedd. Creo que al menos esta vez la libre interpretación resulta más evocadora que el original.
Ya sabéis que Le Fanu está considerado por todos, y con razón, como el eslabón nunca perdido entre las narraciones góticas y las más modernas ghost stories o historias de fantasmas. Aunque aún conserva algunos detalles o se sirve todavía de elementos góticos, sus cuentos ya prefiguran la maestría de un M. R. James y se alejan definitivamente de la por otra parte adorable Ann Radcliffe. Cosas de la vida y la evolución, que también eso llega a los relatos de espectros.
Así, en La profecía de Cloostedd, Sheridan Le Fanu, pese a seguir algunos de los tópicos de la novela gótica tales como la mansión siniestra habitada por un amo tiránico y cruel que esclaviza y humilla a un familiar, y la naturaleza salvaje mostrada siempre acorde con los sentimientos de los protagonistas, en realidad, como era habitual en él, los subvierte cuando parece estar siguiéndolos a rajatabla. Y aquí lo hace de una manera sutil, elegante y no exenta de cierta malignidad o, si preferís, de retranca o incluso su pizca de cachondeo. Porque la habitual damisela perseguida, ofendida y obligada a padecer mil horrores, por lo general emparentada con el grotesco villano, es aquí un hombre. Eso sí, en todos sus actos pareciera esa damisela típica de las novelonas góticas: llora cada dos por tres, se confiesa con una criada de edad provecta que hace el papel de su madre desaparecida, sufre en silencio las vejaciones del familiar y se pasea por los jardines y los bosques como alma en pena. Y por supuesto, es él y no el tremebundo baronet el heredero legítimo del título nobiliario y todas las propiedades que este conlleva.
En lo referente al uso de la naturaleza como reflejo del estado anímico de los personajes, en Le Fanu es más de carácter romántico que gótico, más melancólico que tremebundo. La soledad, la tristeza, el dolor o los extraños momentos de felicidad siempre tienen su reflejo en el entorno, pero no porque fuerce su naturaleza, sino porque esta se impregna del carácter que invade al personaje en ese momento. El yo imponiéndose a las mismas fuerzas desatadas de lo salvaje. El paraje más encantador se tornará desolador si nuestro protagonista camina por él con lágrimas en los ojos, el más aterrador si solo es capaz de sentir miedo.
En las páginas de Le Fanu el horror nunca deja de ser hermoso: la atracción por el abismo es poderosa pues se nos presenta con toda su belleza más oscura. Fijaos cómo la soledad y la renuncia a lo que nos hace humanos, esto es, el contacto con los demás miembros de la sociedad, adquiere tonos de sublime arrobamiento:
“No hay mayor sensación de soledad que la que experimentamos bajo las mudas e inmensas cumbres de las grandes montañas. Elevados por encima del nivel del ruido y las moradas de los hombres, entre las extensiones agrestes y los rasgos colosales de la naturaleza, nos estremecemos en nuestra soledad con extraño temor y júbilo: estamos por encima de las molestias o compañías de la vida y de los temblores de un presentimiento irrazonado y difuso.” (p. 90)
Solo en el aislamiento más feroz el hombre parece estar capacitado para hallar la felicidad. Una felicidad siempre terrible, claro, porque aquí ni cuando el relato se mueve por terrenos más cercanos al humor pierde de vista su carácter siniestro.
Philip Feltram, el legítimo heredero de la gran mansión de Mardykes Hall y las tierras adyacentes, convertido en lacayo del descendiente de quien arrebató con sangre sus posesiones, es la bella damisela que en las novelas góticas sufriría humillaciones sin fin. El malvado baronet Bale Mardykes no cesará en su empeño de castigarlo, más sabiendo que su título nobiliario es robado y que una maldición pesa sobre su estirpe: llegará el día en el que el dueño legítimo reclamará lo que es suyo por derecho. Pero Bale está de suerte: Philip es un lloroncete que solo se dedica a lamentarse de su suerte y arrastrarse pusilánime por todos los rincones de una mansión que se deshace a pedazos.
Pero bien avanzada la historia un terrible percance cambiará la vida de Philip. Y retornará de él convertido justo en lo contrario: un ser diabólico y sin entrañas capaz de todo por arrebatar de las manos de Bale lo que le pertenece. Es en estos momentos donde la novela resulta más estremecedora e imprevisible. Quizá Le Fanu veía cómo su secundario, Philip, estaba devorando como personaje a Bale, por lo que pronto, para nuestro pesar, se lo quita de en medio. Eso sí, con una estratagema tan genial que, bueno, lo confieso, acaba dando igual. Porque la única forma de privarnos de Philip sin que esto no nos importe demasiado es haciendo entrar en escena a un personaje aún más potente que él. Y si esto además sucede en la escena más extraña y delirante de la novela, pues mejor todavía.
Las descripciones del tan hermoso como funesto entorno, Philip en su versión diabólica y el mismo maligno entrando en escena de manera magistral, convierten esta novela de trama algo convencional en una obra prodigiosa digna de su autor. Aunque mis momentos favoritos son aquellos en los que el espectro de la asesinada, mostrando a su hijo recién nacido ahogado, surge de las aguas del fúnebre lago reclamando una herencia robada. Estremecedores y terroríficos, son esas páginas las que tiemblan entre nuestras manos, cuando nuestro cuerpo se estremece de pavor al contacto con el verdadero hálito de lo sobrenatural.
LE FANU, Joseph Sheridan. La profecía de Cloostedd. (Traducción de Francisco Torres Oliver). Madrid: Alfaguara, 1978. 202 p. Nostromo; 63. ISBN 84-204-4063-9.